jueves, 5 de noviembre de 2009

Pequeño desastre animal

En la penumbra y situada sobre el tatuaje de su brazo, el mimetismo era casi perfecto; tanto que prefería mirar en sus labios. No eran especialmente carnosos, parecían casi de gomaespuma, de cojín mullido con experiencia de siestas. Se le dibujaba una tenue sonrisa, un esbozo de Mona Lisa que hacía que aquella situación se antojara extraña y, en una cierta acepción de la palabra, bonita.


La primera vez que la vislumbré fue al poco de haber comenzado a besarla. Cualquier mujer es depositaria del pequeño gran secreto de la humanidad: los ojos no están hechos para los besos, y menos abiertos. A pesar de ello, en cuanto se adentró la pequeña hormiga en las zonas más claras de su piel, la encontré. Cualquiera se pondría nervioso si la mujer a la que lleva toda la noche cortejando con frases entre estúpidas y divertidas tuviera una hormiga correteando por su brazo, tratando por todos los medios de salvarse del terremoto que se avecinaba.


A mí, sin embargo, me parecía sensual. Ver cómo ese pequeño insecto recorría el brazo y la axila de una mujer estaba nublándome la conciencia. Recuerdo sólo fragmentos de aquellos comienzos. Mi lengua recorriendo su cuerpo mal perfumado por los humos de la noche se fundía con escenas en las que perdía de vista aquella hormiga, encumbrada en signo de la lascivia. No había desaparecido.


El cierre del aquel sostén, a las tres cubatas de la noche, merecía llamarse cubo de Rubik. Se entreveía bajo la tela el recorrido inquieto del insecto. Inquieto yo, en la espalda de aquella mujer casi desconocida, desenredando aquel laberinto. Ignoro si se sentiría ofendida la susodicha: una vez deshecho el entuerto, ni siquiera me digné en mirar sus senos. Tan sólo buscaba en su espalda, la acariciaba aún a riesgo de asesinar a la musa de mi excitación.


Lentamente continuaba desnudando a aquella víctima; dada su edad, algunos años mayor que yo, cabría preguntarse quién era la presa y quién el cazador. Y sin embargo, su piel seguía tersa, lo suficiente como para que mi pequeña amiga siguiera su camino sinuoso por los poco marcados caminos que fluían por su cintura. Se dirigía al último sitio que había desnudado, allá donde el vello en su justa cantidad deja de ser obsceno para convertirse en obsceno.


La situación se desbordaba de una manera obvia. Aquella desconocida ansiosa se sentía molesta: mi atención sólo se concentraba en un bicho, en una trayectoria sobre una superficie que, dijérase que por casualidad, coincidía con su piel, con sus dobleces, con su suavidad. Bien sabido es que la nata montada soluciona cualquier problema sobre la libido de una mujer, o al menos bien sabido era en esos ambientes de hombres con teorías mecanicistas sobre la psicología de sus compañeras. Dibujé un camino, inspirado en los meandros del camino de la hormiga. Manché de blanco aquella mujer, manché su entrepierna. Y dejé, lentamente, que aquella pequeñez trepase por la nata azucarada, se entretuviera en saborear su dulce esencia.


Aquella fue la primera vez que probé las hormigas crudas, en un pequeño movimiento con mi lengua que barrió el pubis de aquella mujer, y que fue el principio del mejor clímax en la vida de ambos.